Nuestros ángeles crecen.....
Violeta, una mamá que habitualmente escribe en el foro de Criar con el corazón , nos envía esta preciosa reflexión sobre los cambios de nuestros pequeños. Seguro que nos ayuda a comprenderlos mejor.
Gracias Violeta, es muy bonita.
La mirada de la niña.
Bueno, hoy he estado pensando mucho sobre la etapa de los dos años porque Andrea lleva dos o tres días bastante al límite (rabietas, no sabe lo que quiere, llorona, triste, mimosa...). Como hace bastante que no la veía así, la verdad es que la he estado observando mucho y me ha hecho pensar.
Me doy cuenta de que Andrea está dejando de ser un bebé para convertirse en una niña. Por un lado desea ser mayor (y además es que no puede evitarlo, todos crecemos y el tiempo pasa, las experiencias se acumulan y los conflictos se superan, haciéndonos madurar queramos o no) y noto como le hace feliz sentirse cada día más despierta, más capaz, más conectada y abierta a un mundo que cada día se abre ante sus ojos.
En ese "sentirse mayor" también se encuentra un poco confundida, como si estrenara unos zapatos que no terminan de encajar bien: tiene errores de base, por ejemplo, piensa que ser mayor es no mostrarse débil, de modo que a veces se hace daño y lo niega, o se siente triste y en vez de mostrarlo hace una mueca (la risa del dolor).
Pero por otro lado, algo se pierde. Lo perdemos nosotros (de ahí también que yo me sienta a la vez contenta y triste por el bebé que se va y la niña que llega) y lo pierden ellos. En sus estados de ánimo, sus cambios de humor, su rabia infinita y su tristeza me doy cuenta de que está haciendo el duelo por aquellos aspectos de sí misma que se le van escapando de las manos: el bebé necesitado se va quedando atrás, para dejar paso a una niña-mariposa que también necesita pero lo hace de otro modo. ¿qué dejar atrás? ¿qué conservar? ¿qué me sirve y qué no?.. y la mayor de las preguntas ¿quién es Andrea, quién soy yo?
Ella tendrá que descubrir esto y muchas otras cosas, y lo tendrá que hacer en cierto sentido sola aunque de nuestra mano. De esa soledad también me doy cuenta. Mi hija está descubriendo, al crecer, una cierta soledad; esa que nos acompaña a todos durante toda la vida, la soledad del estar con nosotros mismos para darnos cuenta, para entender, para comprender y madurar. Un personaje de Juan José Millás dice en uno de sus libros que en un momento dado de su vida (precisamente cuando abandonó la cama de los padres) tuvo que hacerse cargo de su propio frío.
Quizá nosotros ya no nos acordamos de esos dos años, de ese momento en que dejamos de ser bebés para ser niños, pero seguro que todas podemos recordar el momento en que dejamos de ser niñas/os para ser mujercitas (u hombrecitos), o el momento en que dejamos de ser hombres y mujeres para convertirnos en hombres-padres y mujeres-mamás. Algo quedó atrás entonces, algo perdimos en la transformación pero todo ello nos hizo mejores. ¿No recordais ese sentimiento de nostalgia infinita por aquello que no volverá? ¿Nunca os habeis sentido solos y perdidos, sobrecogidos al experimentar nuevas experiencias? ¿Excitados y confusos al estrenar aspectos de uno mismo (el yo universitario, el yo trabajador, el yo novio/a )? ¿No habeis llorado nunca amargamente por aquello que fuimos y celebrado después aquello que somos?
En la vida todos caminamos con nuestros duelos a cuestas, es lo que nos hace personas y lo que nos permite, precisamente, conectar con los duelos de los demás y concretamente con los de nuestros hijos.
Intentemos conservar esos sentimientos porque ellos nos ayudarán a acompañar a nuestros hijos con el corazón en este gran cambio.
Desde mi experiencia siento una inmensa ternura por mi hija y no puedo evitar quererla más aún por todo lo que está viviendo... y porque sé que lo superará y que dentro de poco su apesadumbrado corazoncito se abrirá como una flor y volverá a sonreir con una nueva mirada. La mirada de la niña.
Gracias Violeta, es muy bonita.
La mirada de la niña.
Bueno, hoy he estado pensando mucho sobre la etapa de los dos años porque Andrea lleva dos o tres días bastante al límite (rabietas, no sabe lo que quiere, llorona, triste, mimosa...). Como hace bastante que no la veía así, la verdad es que la he estado observando mucho y me ha hecho pensar.
Me doy cuenta de que Andrea está dejando de ser un bebé para convertirse en una niña. Por un lado desea ser mayor (y además es que no puede evitarlo, todos crecemos y el tiempo pasa, las experiencias se acumulan y los conflictos se superan, haciéndonos madurar queramos o no) y noto como le hace feliz sentirse cada día más despierta, más capaz, más conectada y abierta a un mundo que cada día se abre ante sus ojos.
En ese "sentirse mayor" también se encuentra un poco confundida, como si estrenara unos zapatos que no terminan de encajar bien: tiene errores de base, por ejemplo, piensa que ser mayor es no mostrarse débil, de modo que a veces se hace daño y lo niega, o se siente triste y en vez de mostrarlo hace una mueca (la risa del dolor).
Pero por otro lado, algo se pierde. Lo perdemos nosotros (de ahí también que yo me sienta a la vez contenta y triste por el bebé que se va y la niña que llega) y lo pierden ellos. En sus estados de ánimo, sus cambios de humor, su rabia infinita y su tristeza me doy cuenta de que está haciendo el duelo por aquellos aspectos de sí misma que se le van escapando de las manos: el bebé necesitado se va quedando atrás, para dejar paso a una niña-mariposa que también necesita pero lo hace de otro modo. ¿qué dejar atrás? ¿qué conservar? ¿qué me sirve y qué no?.. y la mayor de las preguntas ¿quién es Andrea, quién soy yo?
Ella tendrá que descubrir esto y muchas otras cosas, y lo tendrá que hacer en cierto sentido sola aunque de nuestra mano. De esa soledad también me doy cuenta. Mi hija está descubriendo, al crecer, una cierta soledad; esa que nos acompaña a todos durante toda la vida, la soledad del estar con nosotros mismos para darnos cuenta, para entender, para comprender y madurar. Un personaje de Juan José Millás dice en uno de sus libros que en un momento dado de su vida (precisamente cuando abandonó la cama de los padres) tuvo que hacerse cargo de su propio frío.
Quizá nosotros ya no nos acordamos de esos dos años, de ese momento en que dejamos de ser bebés para ser niños, pero seguro que todas podemos recordar el momento en que dejamos de ser niñas/os para ser mujercitas (u hombrecitos), o el momento en que dejamos de ser hombres y mujeres para convertirnos en hombres-padres y mujeres-mamás. Algo quedó atrás entonces, algo perdimos en la transformación pero todo ello nos hizo mejores. ¿No recordais ese sentimiento de nostalgia infinita por aquello que no volverá? ¿Nunca os habeis sentido solos y perdidos, sobrecogidos al experimentar nuevas experiencias? ¿Excitados y confusos al estrenar aspectos de uno mismo (el yo universitario, el yo trabajador, el yo novio/a )? ¿No habeis llorado nunca amargamente por aquello que fuimos y celebrado después aquello que somos?
En la vida todos caminamos con nuestros duelos a cuestas, es lo que nos hace personas y lo que nos permite, precisamente, conectar con los duelos de los demás y concretamente con los de nuestros hijos.
Intentemos conservar esos sentimientos porque ellos nos ayudarán a acompañar a nuestros hijos con el corazón en este gran cambio.
Desde mi experiencia siento una inmensa ternura por mi hija y no puedo evitar quererla más aún por todo lo que está viviendo... y porque sé que lo superará y que dentro de poco su apesadumbrado corazoncito se abrirá como una flor y volverá a sonreir con una nueva mirada. La mirada de la niña.
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